julio 02, 2009

No sé qué


Hola. No sé si me recuerdes. No nos vemos hace tiempo y te he escrito, sin embargo no recibo respuestas, indicios o señales de vida de tu parte. Quizá ya olvidaste quién soy, pero permíteme presentarme de nuevo.

Me llamo ____________, y te conocí cuando éramos niños. Mi madre me cuenta que andaba en triciclo contigo. La verdad esto no lo recuerdo ni yo, pero quizá tu corras con más suerte que la mía. Éramos vecinos.

Bueno, no sé cuándo ni cómo nos perdimos la pista durante la infancia, pero al llegar a los doce años recuerdo que moría por ti. Eras perfecto. Mientras yo jugaba a "las traes" con mis amigos, tú, ya crecido, llegabas a tu casa y le robabas suspiros a todas las niñas cuando pasabas, incluyendo los míos.

Recuerdo que íbamos a tu casa poniendo de pretexto la amistad con tu hermana. Eran tristes los días que no te encontrábamos.

Los años pasaron y nuestras madres hablaron cuando yo tenía 14. Tú, para entonces, tenías casi 17 años. Nos mirábamos de reojo cuando había oportunidad mientras ellas platicaban. Fue un momento vergonzoso. Recuerdo que esa vez fue la primera que sentí mariposas en tu presencia. Y más con el beso de cachete de despedida. ¡Caray, qué guapo eres! - pensaba.

Nada como lo que vino a los dos meses de haber cumplido los 15. Esa noche celebrabas tus 18 años, era 7 de enero. Tú no lo sabes, pero esa vez saludé a tu madre porque sentía que al hablarle estaba más cerca de ti. Ella fue la primera en invitarme a tu fiesta. Tú lo hiciste unos momentos después, mientras subía las escaleras de nuestro edificio para encontrarte en el camino. Sí, así fue, no sé si lo recuerdes. De la pena casi no me invitabas. Recuerdo que lo dudaste un poco, me viste de reojo, te volteaste, lo pensaste rápido y volviste a mirarme para hacerlo. ¡Qué guapo eres! - volví a pensar.

Cuando llegué a tu fiesta te vi dentro del salón. Te estabas tomando fotos y tenías puesto un gorrito. No me hiciste caso. Hoy sé que te dio pena, sin duda. Para entonces pensé que te hacías el rudo, entonces me dio lo mismo y me fui a hacer amigos por mi cuenta. Todos eran desconocidos para mí.

Sin embargo, no tardaste mucho en alcanzarme. Ni en invitarme a salir. Hace apenas un rato éramos relativamente extraños, y de repente nos perdíamos en los ojos del otro, nos devorábamos con palabras, nos desvestíamos con cada aliento. Yo dije que sí, no sé si lo recuerdes.

En una noche de tragos y mala fortuna, o quizás buena, me enamoré de ti. Al término de aquella noche fría no fuimos más extraños. Conocí tus labios, tu lengua, el tamaño de tus pupilas, de tus manos. Conocí tu pelo, tu cuello, tu espalda; conocí tu fuerza, tu pasión, tu aliento entre suspiros, tu olor.

Recuerdo que me buscaste. Te rechacé una y cada vez que lo hacías. Te tuve miedo, y no sabes cuánto. Corría de ti. Corría de lo que hoy deseo que me persiga. Corría de lo desconocido, de lo nuevo, de la anti-rutina. Pero me seguiste buscando.

Sin querer caí en otra de tus fiestas en mayo. Esa noche me pediste explicaciones después de haberte robado un beso. "¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres? Encuentro a una niña bonita, la beso, me corresponde, la busco, me rechaza, ¿Qué es lo que quieres?" "No sé. Nunca sé lo que quiero. ¿Que es lo que TÚ quieres?" te pregunté. "¿Qué es lo que yo quiero?" Y me besaste. Me besaste como siempre, como nunca, como todo, como nada. Y después de esa noche me volviste a buscar, ¿te acuerdas?

El miedo, la pena, la cobardía, el desdén, no sé qué me detuvo esa vez. Volví a negarte hasta agosto. Acababa de entrar a la prepa. Y me seguías buscando.

Esa noche de agosto quisiste hablar conmigo. Volviste a preguntarme por qué. Prometí que esas veces te había rechazado por pura mala suerte, por descoincidir, por cosas tontas que hoy ni yo creo. Esa fue la mejor experiencia nocturna de todas. Me revelaste que yo había sido a la primera mujer que besabas. La primera. Siempre la primera. Para siempre la primera. No te creí aunque lo juraras. Pero hoy te creo.

Esa noche me regalaste un anillo, un semanario. Lo llevabas en tu mano hasta que lo colocaste en mi dedo meñique porque en el anular no me quedaba. Qué risa nos dio. A casi tres años yo guardo tu anillo. Lo guardo porque es lo que me grita día a día que esperar quizás valga la pena. Que esperar un no sé qué quizás lo sea todo. También me regalaste un beso sabor a piña. El beso más rico que me han dado en la vida. El más exquisito, el más dulce, el más feroz. El mejor de todos. El beso que me obligó tiempo después a hacer el dibujo que expongo en la entrada de "Los besos". El beso que hasta hoy no se compara con nada en este mundo. ¿Empiezas a recordar un poco?

Los meses pasaron y no tengo razón o pretexto para explicar mi insistente rechazo. Aún no encuento la excusa perfecta que lo justifique todo. A veces me canso de buscar justificaciones. Porque no existen.

Para año nuevo te llamé desde la playa. Te llamé al celular de tu hermana porque ya no contactábamos mucho y había perdido tu número y tú el mío. Era alrededor de esta hora cuando hablé contigo (2:43 AM). Cada partícula, cada átomo de mi cuerpo vibraba en ese momento. La electricidad me recorría del talón del pie al cuero cabelludo. Qué sensación más deliciosa. Me encantaría sentirla de nuevo. Ese día tembló, literlamente. Las placas tectónicas se pusieron de acuerdo con mis placas esqueletarias. Todo tembló. Temblé por ti, por pensarte, por saberte y desconocerte. Porque por primera vez, te necesité.

La cuarta vez que estuvimos juntos fue en febrero. Todo volvía a ser la misma historia. Pero ese día te cansaste. No sé cómo aguantaste tanto. ¿Un año? Cuando me cansé de correr te cansaste también. Cuando empecé a necesitarte, no me buscaste más. Cuando quise saber de ti, no lo supe. No te supe.

Cansada de no saberte te busqué en junio. Y te encontré. Pasé contigo una velada fascinante. No hubo besos. Y no porque no quisieras, sino porque esa vez no te los di. Quería intentar empezar después del final. Darle vuelta a la hoja y empezar a escribir de nuevo. Sólo recuerdo que tomaste mi mano, y la acariciaste. Temblorina. Sin poder explicarlo aún, mi cuerpo daba saltitos repentinos, fue como sufrir diez escalofríos por segundo. Pero yo no hice nada, justo cuando sí era el momento.

Lo que aprendí esa noche fue a no detenerme nunca más ante las oportunidades, aprendí a confiar en mi instinto para siempre. No vuelvo a detenerme cuando la pasión me haga añicos, cuando mi corazón lata tan fuerte que produzca el ruido parecido al de un tamborazo dentro de un salón cerrado y vacío, cuando sienta que mis venas están a punto de estallar para entonces desangrarme y poder morir plácidamente, cuando mi cuerpo me pida a gritos y me coma el alma entera ante el instinto. Instinto divino. No volveré a detenerme cuando sienta algo igual, si es que se puede.

Tres meses después de ese momento lo vi, te vi, los vi. Otra persona en mi lugar, observar cómo entregaste lo que siempre fue mío a otra. Te odié por invitarme para verlos. ¿Te sentiste mejor después de hacerlo? Porque yo no. Ahí va otro momento puto. Aunque al final, aunque no quise, terminé por entenderte. ¿Qué derecho tenía yo a reclamarte, a pedir explicaciones? Yo ya era experta en no darlas y, ¿mirándome, pidiéndotelas? Nunca.

Preferí irme cabizbaja, abatida, entendiendo a fuerza el por qué de todo. Y ya no era tiempo de hacer nada porque en tres días partías para Madrid. Esa despedida fue terrible. La agonía de saber que esa imagen fue la última que tuve de ti es terrible. Fue la última vez que te vi. Y tú no me miraste de vuelta.

Hoy llevas casi dos años en Madrid. Sigo esperando el no sé qué de todo. Ni siquiera sé si espero algo en lo absoluto. No sé si quieras que te espere. No sé si es bueno esperarte aún. Te he esperado el doble de lo que alguna vez me esperaste tú a mí. Perdóname por todo el daño que causé, si es que llegaste a sentirte tan impotente como yo me siento hoy.

Espero que ahora sepas quién soy, que ahora te acuerdes. A partir de hoy te escribiré aquí, porque ver la bandeja de entrada vacía de tus mensajes, duele. Duele una y mil veces. Arde, quema, hiela, empolva, remueve, carcome, mata. Al menos así no sentiré que debieras responderme. Ya no importa si lees o no.
Te seguiré escribiendo, aunque no me leas. Porque el tú reafirma mi yo. Porque si no te escribo, me dejo de escribir a mí misma. Porque si te escribo no entiendo nada. Y prefiero no entender nada, así es más fácil. Ya no quiero entender. Ya no me importa no entender, y así siempre podré escribirte. Siempre. Cuando quiera, lo que quiera. ¿Es que debo tener una explicación ante el por qué he de esperarte? Simplemente así lo quiero. No sé por cuánto tiempo lo haga, pero hoy, la espera se me antoja eterna.


Primeras 2 imágenes: Teclear "espera" en Google.
Úlima imágen: And she fell in love, Katja Faith.

1 comentario:

¿Algo que decir?