julio 01, 2009

Adiós, Gigis.

Lo supe desde aquél Febrero de 2007 (cuando comenzó nuestra aventura), pero no quería que llegara ese día. Tristemente ayer llegó. Me dijeron que duraría de 2 a 3 años. Bueno, pues él acababa de cumplir 2 años 4 meses. Ayer se me fue. Se despidió de mí y del mundo. Era alrededor de la una de la tarde.
No alcanzó a terminarse su bote de semillas, no alcanzó a comerse completo el huevo duro que le preparé. No alcanzó a usar todo el aserrín que le quedaba. No volvió a correr en su rueda desde hace semanas. No volveré a limpiar sus ojos con manzanilla para curarlos.
Ya no lo veré tomando agua todas las noches, ni le daré semillas de girasol en la boca, observado cómo poco a poco se inflan sus cachetes.
Ya no comerá zanahoria en cuadritos, ni uvas, ni lechuga, ni nada. Su boca no volverá a abrirse nunca más. Sus bigotes ya no se moverán de lado a lado como cuando intentaba reconocer el aroma de las cosas, o el mío.
Lo cierto es que la noche anterior a su muerte caminó por última vez. Lo hizo para recostarse en mí. Yo lo abracé fuerte y lo apreté para darle calor. Se durmió en mis brazos cubierto con mi sudadera verde. Estaba frío. Su cuerpo ya no irradiaba calor para calentarse solo. En mi regazo encontró un lugar cómodo para dormir. Ya no olía bien. Desde ese momento supe que sería su última noche, pues ellos no acostumbran a estar quietos en brazos de la gente, siempre tienen tendencia a escapar. Estuve con él hasta las cuatro de la mañana. Entonces lo metí a su cama y le puse a lado el calentador. Debajo de él coloqué un calcetín para que estuviera un poco más caliente. Cuando desperté, a las 10:20 AM, lo fui a ver. Seguía en la misma posición en la cual lo acosté 6 horas antes. Entonces lo supe. Lo tomé en mis brazos y lo acerqué al calentador. Estaba helado. Su panza estaba morada y no movía ni un músculo. Sabía que estaba vivo porque su pecho aún se elevaba con cada respiración y porque sus ojos se abrieron, para no cerrarlos más. Dejó de parpadear. Le di unas gotas de agua, las cual difícilmente él tomó. Sólo se movió su boca un poco. Estuvimos así un rato.
Tenía que ayudarlo de algún modo. Aún no llegaba a sus tres años de edad, la edad límite. Entonces lo acomodé en su transportador para llevarlo al veterinario. Llegué a éste alrededor de las 12:20 PM. La señora lo examinó. Me dijo que retuvo líquidos desde hace dos semanas. Me dijo que sus órganos flotaban dentro de su cuerpo y que por ello ya no comía ni podía hacer del baño. Sus riñones estaban mal, me dijo. También mencionó que no resistiría una operación y que ya era tarde para usar diuréticos. Entonces yo lloré. Lo veía acostado en la plancha del veterinario, tan pequeño, tan indefenso, tan débil, tan frío, tan inflado. Y la razón por la que ya no se movía era porque estaba en shock. Entonces me hablaron de sacrificarlo. Lloré más. Ya no había nada que hacer más que esperar. Pero no quisimos sacrificarlo, si era verdad que él ya no era consciente de su dolor, aunque físicamente estuviera destruido, entonces esperaríamos a que se fuera cuando su cuerpo así lo quisiera y cuando Gigis, el mejor de las mascotas, perdiera la inconsciente voluntad de estar vivo.
Sucedió en pocos minutos. Lo tomé en mis brazos y comenzó a contraerse, alzando su cabeza de vez en vez para intentar tomar aire. Entró en paro. Yo no lo supe hasta que acudí a otro veterinario para pedir una segunda opinión. Ella lo tomó en sus manos. El movimiento del pecho había desaparecido. Entonces yo dije: “De hecho, creo que no hay nada que hacer. Ya está muerto. Ya no respira.” “Pues no, ya no respira”, me dijo la veterinaria. Ella lo movió de un lado al otro, le movió las patas y la boca. Le vio los dientes y los ojos. “¿Qué edad tenía?” dijo —“Dos años cuatro meses”, respondí. – “Ya estaba viejo, sinceramente, fuera de los diuréticos para lo que ya era tarde, no creo que hubieras podido hacer nada. Sin embargo, los 2 años y medio que vivió revelan que lo cuidaste bien. Máximo viven 3.”
Y así, colocó su cuerpo inanimado envuelto en una playera dentro del transportador. “¿Sí está muerto?” – volví a preguntar. – “Sí.”
Qué estática recorrió mi cuerpo entonces. Por un momento me sentí aliviada, pues Gigis ya no la pasaba bien. Ya se había aislado y ya no acudía a mis llamados cuando me inclinaba sobre su jaula y hablaba con él. Por otro lado, mi corazón estaba destruido teniendo a mi pobre ratoncito muerto entre mis manos. Para entonces yacía envuelto en la playera con la que lo había mantenido caliente desde la madrugada. No sé si querré usar esa playera en un tiempo.
Hoy lo enterraré. Lo llevaré al lugar en donde enterré a otras mascotas que tuve antes. Lo llevaré ahí porque ese lugar siempre me ha ayudado a sentirme bien. Y lo hará con él. La cajita de madera que lo esperaba a él, no lo hará más.
Ya no volverá a roer toda la noche, provocándome ciertos desvelos. Ni le volveré a dar agua como si fuera un biberón. Ni se parará en sus patas traseras cuando yo apachurre una pelota de gel que guardo en mi cajón. Ya no lo presentaré a mis invitados. Ni entrará y saldrá una y otra vez de su tubo de cartón, como cuando yo lo giraba mientras él lo hacía y le gustaba. Así jugábamos.
Y ahora lo veo. Tan tieso y tan frío. Tan no él. Pudriéndose conforme pasan las horas. Oliendo peor con el tiempo. Con sus ojos cerrados y sus bigotes quietos. Yaciendo como si estuviera en paz, calmado. Recuerdo cuando le cerré los ojos. Qué momento tan más puto.

Muchas personas no lo entienden. Yo digo “se murió mi hámster”, y ellos se ríen. Pero es cierto que da lo mismo si es un perro, un gato, una tortuga, un ratón árabe o un perico; la pena es la misma, el dolor es el mismo. ¿Cómo empezar a asimilar que cada noche, o cada tarde, cuando entre a mi cuarto llegando de la fiesta, de la escuela o de cualquier lugar, no me pueda acercar a su jaula y llamarlo por su nombre, para que entonces él levante la cabeza y se dirija inquieto a buscarme? A mí no me importa qué animal sea. Amé a mi hámster. Era parte de mi familia, parte de mi vida. Y esa parte de mi vida ahora se fue con él.
De niña me hablaban del cielo de las mascotas. Yo creía que todas mis mascotas estaban juntas flotando y brincando en algún lugar cerca de las nubes. Quisiera poder seguir creyendo en ese cielo, ese cielo que tan fácilmente se llevaba mi dolor. Ese cielo al que yo volteaba y hablaba para contactar a mis queridas mascotas. Ahora sé que ese cielo no existe, pero lo imaginaré. Te imaginaré, mi Gigis, brincoteando (como siempre) de nube en nube, mientras en tu boca guardas semillas de girasol y un pedazo de lechuga para devorarlos después.

Gigis, DJ, Gilbert, Gilberti, Gilberto, gordito precioso, chiquito, viejito, panzón, bebé, mi vida, mi Gigis, sin duda te extrañaré. Me duele que de ti sólo quede un cuerpo inerte. Me duele no poder hacer nada para quitarte esa apariencia, ni ese olor a muerto que ahora te adjetiva. Sin embargo, recuerda que te quise, y te quise muchísimo. Te lloré y te sigo llorando. Te lloro mientras te escribo. Sé que seguiré llorándote un rato. Lamento no haber podido quitarte el dolor de panza. Quizás si hubiera sido más lista te habría llevado antes al veterinario para que te dieran diuréticos; pero yo pensé que estabas panzón porque comías mucho. Mi querido, ¡no dejabas de comer! Y ya no te ejercitabas. Por eso te compré otra jaula, ¿Te acuerdas? En esos tubos cabías mejor. Nunca creí que fuera porque retenías líquido. Perdón por ese dolor. Trataré de no tener esa imagen tuya de shock y reflejos corporales, aunque déjame decirte que esa es la peor imagen que se queda de ti. ¡Qué triste fue verte así, dando saltos para cachar un poco más de aliento! Esas contracciones malditas que ahora me amargan el día.

Pero también sábete que me hiciste reír, me hiciste reír casi todos los días. Reí contigo desde la primera vez que te vi en el aparador. Eras el más chiquito de todos, el más raro. Te compré porque me diste risa. Y aún recuerdo que cuando lo hice (tan sólo costaste treinta pesos, querido. Aunque sábete que para mí, no tienes precio), eras aún una ratita deforme y pequeña, y te hacías popo cada que quería agarrarte, porque estabas aterrado. Hoy te agradezco esa lealtad, la confianza y ese cariño para conmigo que te hizo pasar tus últimos soplos de vida en mis manos. Porque ya no me tuviste miedo. Porque ya me querías. Gracias por escoger mis manos para pasar tus últimos momentos, porque recuerdo que mi mamá te cargaba, pero en cuanto puse mi dedo en tu nariz te levantaste y caminaste hacia mí. Nunca me mordiste, ni una vez. Gracias por regalarme tantas carcajadas y buenos ratos.
Gigis, no se dónde esté esa energía tan tuya que te impulsaba a venir a jugar conmigo, a andar en tu pelota, a estar brincando en mis manos, de una a otra para intentar escapar. Echaré de menos hasta el hacer caras cuando limpiaba tu jaula porque olía, perdóname, a mierda. No sé dónde está ahora esa energía que abandonó tu cuerpo. Pero sin duda la extrañaré. Te extrañaré. Ya sé lo que es extrañarte. Te echo de menos, querido ratoncito, pero te estaré viendo siempre en mis recuerdos. Y en mis sueños, tal y como nos vimos anoche.

Gigis QDEP. 30 julio 2009. 12:40 PM.


Fotos originales de KP.

1 comentario:

  1. karen! es chistoso, cómo pensamos de los animales, tu entrada me fue sorprendiendo porque finalmente me comunicaste, de una forma en la que me puedo relacionar, lo que es perder a una mascota (de lo más doloroso que hay). y aunque personas (cínicas) lo rebatan, si se ponen a pensar, los cambios son como la muerte (y la muerte son cambios) y lo que duele es que nos arrancen ese cachito de entorno que formaba parte de nuestra vida cotidiana... en este caso la presencia de tu hámster. espero que te haya ido bien en el ritual, y recuerda que yo nunca seré de las que se ríe
    te quiero karmaa

    ResponderEliminar

¿Algo que decir?